EN LA FRONTERA

Esta mañana pasaremos dos fronteras. En la segunda sacaremos los visados de turistas en calidad de fotógrafos. Conseguimos los papeles gracias a las múltiples gestiones de Juan. Estamos tranquilos y esperamos que sea rápido.

Dejamos el hotel, salimos de la ciudad y con ello un adiós a la costa. Nos indican una carretera custodiada por dos muros de cemento que lleva hasta el primer puesto. Una vez dentro preguntamos de nuevo, pues nos parece sospechoso. La respuesta es un sí con el consejo de que sigamos hasta el final.

Tenían razón. Pronto nos unimos a una hilera de coches que avanza con fluidez. Banderas de colores, alambradas y policías armados custodian el paso fronterizo. Papeles en orden, pocas preguntas y una breve revisión. Abren las barreras y saludan.

Al momento cambia el panorama. Desaparece uno de los muros, con lo que podemos ver un horizonte de pequeñas montañas rocosas, y la carreta se transforma en un camino de arena bastante amplio. Llegamos al segundo puesto fronterizo y todos resoplamos: es un total atolladero. Tenemos que hacer cola y sólo hay una ventanilla en la caseta de policía. Mejor dicho un cobertizo. Pero como tiene sombra, todo cambia.

Juan se pone enseguida a una larga cola. Al punto, un policía nos indica que aparquemos frente al muro y dice que no nos movamos de allí. Aunque hemos terminado un poco lejos de la caseta, logramos ver bien lo que allí sucede. Los turistas tardan entre diez y quince minutos. Tienen preferencia frente a los autóctonos que esperan sentados en un escalón, entre charlas amistosas.

Bebemos limonada y nos dedicamos a observar. A nuestro alrededor hay nueve coches más, cinco todoterrenos y muchas bicicletas y motos apoyadas en el muro. El tránsito de personas que van y vienen, algunas seguidas de sus animales, casi siempre cabras, es abundante. Una polvareda de arenilla sube y baja por momentos. A los pocos minutos, caemos en la cuenta de que hay tres o cuatro hombres vestidos de paisano, que aparecen y desaparecen de forma intermitente. Les llamamos “los fisgones”, pues se detienen, curiosean y luego bromean con los policías en su dialecto. Son las siete y el sol resplandece.

Nos turnamos para no perder de vista a Juan. Ahora, sólo tiene por delante a siete extranjeros. Esther es la primera y se queda con los prismáticos. “Ya queda menos”, nos decimos esperanzados, pues el lugar se hace cada vez más inaguantable.

De improviso, un policía con bigote sale por una de las puertas transversales de la caseta con un extranjero. Se alejan del bullicio y, al poco, cada uno regresa por caminos diferentes.

            —Es una posibilidad... —dice Roberto pensativo.
            —¡Eh!, ¿lo hacemos? —añade Sofía con entusiasmo.

Discutimos los pros y contras, cuando Esther nos avisa. Nos reunimos y esperamos. Trascurre media hora llena de dudas, hasta que les vemos discutir y que además, un policía corpulento se pone al lado de Juan. Esther y Roberto reaccionan de inmediato. Ella domina varias lenguas y Roberto es un hombre robusto y desenvuelto. A su llegada se reaviva de tal modo la discusión, que alcanzamos a oír algunas frases.

Acabamos la limonada y fumados varios cigarrillos. Por fin regresan los tres, pero con los policías. El coche está a nombre de Esther y eso es inadmisible aunque seamos extranjeros. Además, quieren registrar el vehículo y todo el equipaje; sobre todo el equipo fotográfico. Decimos airados que no tienen derecho, pero los dos se cruzan de brazos y guardan silencio.

Obedecemos de mala gana y nerviosos. Amontonamos la comida con algunas maletas en la parte de arriba del coche. El resto del equipaje junto a los bidones de agua, terminan en el suelo. Así, con puertas y capó abiertos, mientras el de bigote husmea en el interior, el otro revuelve aquí y allá. Se acercan “los fisgones” y otros curiosos. Un puñado de cabras los animales pasa por encima del equipaje y, para colmo, nos golpea una ráfaga de arena.

Pasamos vergüenza mientras abren de par en par bolsos, maletas..., todo. Luego nos dicen, sin más, que recojamos rápido. Nuevas preguntas sin contestar. Los cinco regresan a la caseta y reanudan la discusión. Sofía y yo comenzamos a guardarlo todo con el disgusto metido en el cuerpo. El sol brilla portentoso allá en lo alto del cielo.

Esther les habla en su dialecto. Confiesa que no tiene carné y que Roberto es el conductor. Ellos se ríen y responden con un “no”, a secas. Luego, el policía corpulento le da una palmadita en el hombro a Roberto, sugiere que volvamos otro día y avisan al siguiente. En ese instante Juan pide un segundo. Rebusca en sus bolsillos, y de golpe pone delante de sus narices un grueso fajo de dólares. El cambio de actitud es repentino. Al poco, entregan los visados y piden, por favor, que les hagamos una fotografía.

Cuando cerramos las puertas del coche, Esther toca el claxon hasta que llegamos a la salida.

DOS MAS UNO / UNO

Hoy, como casi siempre desde que entramos en el desierto de arena, hemos acampado cerca de un poblado.

Como el sol aún resplandecía, salí a contemplar el atardecer. Deambulé media hora y acabé sentado sobre la arena sin nada a mi alrededor. Supe entonces que tenía dos horas por delante, antes de que el frío me obligara a regresar.

Al cabo de un tiempo de plácida soledad, de pronto aparecieron a mi izquierda, a unos diez pasos, dos niños descalzos de tez oscura y piel curtida. Uno tenía el pelo rubio y el otro era más bajo. Como si yo no existiera, empezaron a lanzar piedras que luego recogían y tiraban de nuevo. Esperé. Me puse cómodo y dediqué tiempo a observarles. Pensé qué juego sería aquél y agucé los oídos para intentar comprender algo de su dialecto. Sólo entendí palabras sueltas. Por su parte, de un tiempo a otro me miraban de reojo y sonreían.

Puse fin al juego, cuando avancé despacio hacia ellos con ademán de conversar. De inmediato, dieron unos pasos atrás y se quedaron quietos. Entonces, saludé con suma amabilidad, con las expresiones más sencillas que conocía en su lengua clásica. La respuesta fue una explosión de risas: risas que trasmitían alegría además de cierto nerviosismo. Me reí con ellos a carcajada limpia y parecieron relajarse. Al punto, intercambiamos palabras muy comunes en su dialecto, pero como no logramos hilar ni una frase sencilla los tres enmudecimos. El incómodo silencio fue un revulsivo que me hizo pensar qué hacer. Entre el maremoto de intuiciones atrapé una idea furtiva, quizá absurda, pero que me gustó.

Cogí cuatro piedras y me senté frente a ellos de espaldas al sol. Las dos más grandes las coloqué en el suelo delante de mis rodillas y las otras, una en cada mano. Alejados a una prudente distancia observaban cada uno de mis movimientos. Les hice un guiño y golpeé las piedras más grandes haciendo un ritmo básico de rock.

Me emocioné cuando ellos cogieron piedras y se pusieron delante de mí sin ningún reparo. No dejé de tocar mientras se sentaban a su modo y colocaban las piedras. Una vez dispuestos, comenzaron. Marcaron ritmos tan espléndidos y dispares, que sería bastante difícil escribirlos en partitura alguna. Además eran muy rápidos y su agilidad rítmica daría envidia a más de un percusionista. Me detuve riendo de placer y porque perdí el compás. Les escuché un tiempo y probé con ritmos que dominaba. Tuve que descartar uno tras otro, pues ninguno se adaptaba a lo que hacían y me di por vencido.

Ellos también dejaron de tocar. Me interrogaron con la mirada. Yo, empeñado en hacer algo que nos uniera, recogí enseguida las piedras. Dejé a un lado los cánones que conocía e hice un nuevo ritmo: sencillo y con cierto parecido a los suyos. El más bajo me siguió al instante. Acto seguido, el rubio mejoró de forma admirable nuestra “orquesta”, pero su estilo era tal, que no fui capaz de racionalizarlo y me estanqué. Caí en la cuenta de lo que sucedía y cambié de técnica. Obvié la razón, me dejé llevar sólo por el instinto musical y recomencé con uno de los míos más complejo. Ellos retomaron las piedras y antes de hacer nada, me observaron con mucha atención. De pronto, se unieron con astucia y advertí que habían dejado algo de su acervo musical. Tras varios intentos y sin mediar un solo gesto, logramos un ritmo acompasado. De improviso, el rubio entonó una hermosa melodía, pero no se ajustaba bien. En ese instante sentí que nos faltaba muy poco. Quizá ellos también, pues a partir de ahí los tres nos empeñamos a fondo. Yo sudaba a chorros.

Durante un buen rato nos corregimos e incorporamos modificaciones, hasta que sin saber cómo, llegó ese instante mágico y delicioso en el que nuestros ritmos se complementaron y la melodía encajó a la perfección. Sin detenernos, sonreímos: por fin nos comunicábamos. Después, con la mirada como guía, nos turnamos para enriquecer la composición. El resultado final fue una canción alegre, con un ritmo maravilloso, que los tres entonamos a grandes voces.

¡Habíamos triunfado!

No recuerdo el tiempo que pasó mientras nos recreábamos con nuestro hallazgo, pues quizá rozamos la eternidad... No obstante, nuestras sombras eran alargadas.

Todo terminó cuando escuchamos la voz de un hombre a lo lejos. Ellos pararon en seco y se levantaron de un brinco. Sonreímos, entrechocamos las manos y nos despedimos. Al punto, corretearon hacia el poblado donde pronto les perdí de vista.

Una vez solo, me reí lleno de gozo.

INTERCAMBIOS

Roberto, Juan y Esther habían salido a comprar dátiles y conseguir agua. Sofía y yo aprovechamos para descansar. Tornamos los asientos de la parte de atrás, abrimos el capó y sacamos unas bebidas frescas de la pequeña nevera.  

Recuerdo que hablábamos de Said, cuando un hombre se detuvo frente a nosotros. Su chilaba tenía bordados con hilo de oro. Saludó con mucha cortesía y le respondí tal y como se debe hacer en su idioma. Sofía se puso un poco nerviosa ante tal sujeto, pues no entendía ni palabra y porque aunque fuera bien vestido, no despertaba confianza. Le dije que no había nada que temer y reanudé la charla con el desconocido. Hablamos de viajes y de cómo nos iba. Llegados a un punto en el que me pareció que se iba a despedir, sonrió de forma extraña y me dijo con toda naturalidad:

Ok, Míster, no hay tiempo. Le compro a su compañera por tres camellos.
—¡¿Qué qué?! —dije con tal expresión que él reaccionó de inmediato.
—¡Oh!, entiendo. No hay problema, que sean cuatro —añadió satisfecho.

Me quedé sin habla unos instantes, pues sabía que un “no” a secas daría pie a una conversación interminable. Sin pensarlo dos veces abracé a Esther con ternura y me dirigí a nuestro visitante:

            —Mi querido amigo, lo siento mucho pero es mi mujer.
—¡Su mujer!, ya veo... —dijo y añadió—: ¡Míster!, acepte mis disculpas.

Hizo una reverencia con la mano en el pecho y se fundió entre el gentío. Sofía retiró mi brazo y preguntó a qué venía tanto mimo. Le conté todo y nos reímos sin recato. Algo semejante sucedió cuando llegaron los demás.

Salimos de allí y Roberto saltó: “¡Sofía, no sabía que eras tan hermosa!”. “Roberto, déjalo porque no lo he pasado nada bien”, dijo ella. Pero Juan siguió la broma: “¡Bueno, no sé!, mmmm..., cuatro camellos no nos hubieran venido nada mal”. Entonces les dimos unas collejas y reímos como niños.

SALVANDO DISTANCIAS

Roberto y yo habíamos conducido quinientos kilómetros y nos habíamos ganado una buena siesta. Mientras tanto, Sofía, Juan y Esther salieron a buscar un sitio para pernoctar en este gran oasis.

En un momento siento un codazo y escucho a Roberto que me advierte de la hora. Salimos del coche, nos estiramos y jugamos un poco con las cantimploras, hasta que caemos en la cuenta de que tres hombres nos observan desde lo alto de un pequeño repecho. Están a la sombra de una palmera frondosa, visten chilabas blancas y llevan turbantes: uno morado y los otros dos de color blanco. Aunque sabemos que no hay mucho tiempo, nos decimos que sólo un rato. Cerramos bien el coche y vamos directos hacia ellos. Mientras subimos pisando arena, sus miradas no se despegan un segundo de nuestros pasos.

Hablan francés, inglés y algo de español. Nos sentamos en corro y enseguida preguntan de dónde venimos, quiénes somos y qué buscamos. En medo de un interesante intercambio de noticias, Roberto, sin venir a cuento, se dirige al que está apoyado en la palmera —lleva el turbante morado y sus compañeros que le tratan de usted, le llaman Said—, y le dice que se lo compra. Salvo mi amigo, todos reímos como si hubiera contado un buen chiste. Me preparo para lo peor, pues Roberto es tan terco como vigoroso.

Reitera su petición y ofrece sumas de dinero cada vez más altas, que Said rechaza con la cabeza, mientras roza con sus dedos un anillo dorado. En un momento hablan en su dialecto y le digo a Roberto que no sea estúpido. Que lo deje. Sin embargo, me contesta con firmeza: “Quiero uno auténtico, ¿vale? Déjame en paz”. La conversación se reanuda y en cuanto tiene ocasión le propone una cantidad disparatada. Esto es el colmo —pienso para mí—. Said sacude las manos, se levanta y se cubre con una especie de capa azul celeste. Nos levantamos con él y Said fija su mirada en Roberto —mirada que mi amigo sostiene con altanería.

            —Ya es suficiente —dice con una serenidad contenida—. Mire joven, este turbante no tiene ningún precio. Así que...
            —Con perdón, señor Said, ¡si es sólo un trapo! —le interrumpe Roberto en tono jovial.
            —Disculpe, pero no sabe de qué habla. Si en verdad piensa que es sólo un trapo, cómprese uno en cualquier tienda —dice con mucho temple.
            —Es que quisiera uno auténtico... Uno de los suyos, ¿me entiende? —insiste con entusiasmo.
            —Sí, le comprendo..., pero lo siento mucho —dice con tranquilidad—. Ah, y por su bien espero que algún día descubra el valor de nuestros turbantes —añade y esboza una sonrisa—. Ahora, si nos permiten, tenemos asuntos más importantes que atender. Gracias por la compañía.
Nos despedimos y Roberto se queda boquiabierto.
            —El caso es que tendrá razón porque no sé nada de turbantes —me dice mientras mira cómo se alejan.
            —Serán sus costumbres... —añado sin pensar mucho.
            —Ya me enteraré.
            —Estupendo Roberto. ¿Y qué tal si regresamos?
            —¡Andá, es verdad! —dice y se golpea la frente.

Descendemos mientras él murmura algo ininteligible. Al poco tiempo, discutíamos sobre el camino a seguir. El suelo es de barro y está lleno de pisadas en todas las direcciones. Además, hay palmeras pequeñas que forman un laberinto sofocante. Andamos sin rumbo fijo, al menos durante media hora, hasta que escuchamos la voz de Sofía a lo lejos.

Por fin pisamos arena fina. Salimos a una zona abierta rodeada de altas palmeras y escuchamos el correr de agua. Suspiramos de contento, y más cuando Juan, Sofía y Esther silban y aplauden. Luego nos sorprende ver a un anciano con ellos. Su chilaba es blanca al igual que su espesa barba.

Tras recibir un capón de Esther, Juan nos presenta a Kamil. Sofía nos cuenta cómo les ha ayudado a instalarlo todo. Se lo agradecemos de todo corazón. Nos sentamos y enseguida Roberto relata su pequeño contratiempo y sus dudas. Esther se ríe y el resto da su opinión. Comienza una batalla de enfrentamientos teóricos, no sin algunas risas más. De improviso, Kamil se levanta y con un gesto de sus manos nos pide silencio.

            —Roberto... —dice con voz recia y un poco cascada—, con mis máximos respetos tengo que decirte que lo que pretendías era del todo imposible. Comprarle a uno su turbante. ¡A quién se le ocurre! —dice y sonríe—. Nadie te lo vendería ni borracho. Bien, no le des más vueltas. Sencillamente es así.
Kamil agacha la cabeza y comienza a escribir con un palo en la arena. Insatisfecho, Roberto le anima:
—Perdone que insista. ¿No podría explicarnos algo más?... Esto es importante, ¿no creéis? —Hay respuestas para todos los gustos.
Nos ignora por completo y apuntala en voz alta:
—¡Ah!, y por mí no se preocupe. Diga todo lo que quiera y como quiera. ¿Le parece?
Su insistencia impacienta a Esther. Sin embargo, Kamil afirma y le contesta con toda la calma del mundo:
            —Muy bien, como quieras... El asunto es que los turbantes y los diferentes colores son un signo de nuestra identidad. No sé bien cómo explicártelo, pero de alguna forma son parte de nosotros mismos. Es..., es algo muy íntimo. No hay mucho más. ¡Oh! sí, que era de color morado –dice con la sonrisa en los labios.
            —¿Y bien?... —dice Roberto.
            —Pues mira. El morado es justo el color por excelencia —dice paladeando las palabras—. Sólo aquellos hombres que consideramos más respetables, bien por su valía o por pertenecer a una familia muy ilustre lo pueden llevar.
            —¡Mi madre! —dice Roberto y se echa las manos a la cabeza.
            —Así es muchacho. Por eso, y permíteme un último comentario, creo que esa persona tuvo mucha paciencia contigo.
Kamil volvió a sus letras y Roberto no preguntó más.

Atardecía. Estábamos cenando, cuando Roberto se levantó de un brinco y echó a correr. ¡Son ellos!, dije yo y le seguí. “¡Eh, un momento!, ¡esperen, esperen!”, gritaba Roberto y se detuvieron.

 Los dos llegamos acalorados y sin apenas respiración. Said nos sugirió que tomáramos aire. Luego, Roberto les pidió disculpas, uno a uno, de la mejor forma que supo. Volvió a Said y añadió que ya lo había comprendido todo. Said sonrió y le dijo:

            —Sabes, esta no es la primera vez que me sucede. —Después se quitó el anillo y se lo dio.

UNA MINUCIA GRANDIOSA

Llegamos a un pueblo rodeado por numerosas palmeras, donde las dunas grandes se alzaban como murallas a sus espaldas.

A las afueras vivía una comunidad de monjas y allí nos dirigimos. Debieron vernos entrar porque al momento salió una a recibirnos. Se llamaba Hanna. Nos alegramos de verla y ella también. Luego, nos sugirió que colocásemos las tiendas y el coche cerca de uno de los muros de su casa, junto a un todoterreno también extranjero. Afirmó que era el lugar más seguro y sin más palabras regresó.

Se avecinaba una noche excelente. Hacer una hoguera era perfecto. No había muchas ramas ni eran muy grandes, pero Roberto encontró un tronco bien seco y grande. Los cuatro pasajeros del otro vehículo, dos matrimonios, se unieron a nosotros. Compartimos vivencias y reímos hasta morir, gracias a los chupitos de ginebra que sacaron. Avanzó la noche. Cuando quedaron sólo brasas levantamos la reunión. Nos hubiera gustado seguir un par de horas más. Pocas veces habíamos visto un cielo tan estrellado y ellos eran gente muy amena.

El sol calentó las tiendas muy pronto. Casi habíamos terminado de recoger, cuando una anciana se acercó a paso rápido. Un traje azul violáceo brillante le cubría hasta el rostro. Se paró a unos metros y de pronto, comenzó a gritarnos. Pedía dinero y algo más que no entendimos bien. Hicimos todo lo posible para que se calmase, pero fue peor. Menos mal que llegó Hanna con su sonrisa. La mujer parecía conocerla, pues corrió hacia ella tras echarnos una mirada de soslayo. Cogidas de la mano charlaron un rato. La mujer se tranquilizó y Hanna nos dijo:

—Amigos, lo siento. El tronco era suyo, pues estaba en su propiedad —dijo y señaló las cenizas. Además, por aquí apenas tenemos madera. Por eso os pide tanto dinero.
—¡Vaya lío! —exclamó Roberto— ¿Y le has dicho que no sabíamos nada?
—Sí, Roberto —contestó Hanna muy serena—. También, que sois extranjeros y le he pedido disculpas. Pero ya veis. Debéis darle lo que os pide aunque os parezca mucho.
—Hanna, ¿y no podría ser un poquito menos? dijo Sofía desconcertada.
La verdad es no se puede hacer nada... respondió y miró a la mujer.
No te preocupes Hanna, venga, lo que sea... sentenció Juan, y entre todos reunimos la cantidad.


La anciana cogió el dinero y se fue. Hanna sonrió.